Por Javier Sánchez Sánchez

La acción de la novela LAGO TOPO, de Eduardo Franco, se inicia, es un decir, en abril de 2049 y finaliza, es otro decir, en enero de 2030, invirtiendo el sentido de las agujas del reloj; aunque ¿qué reloj mide la irrealidad? Se desarrolla entre Plotino, Jacobo, Marina, Atenea o Hans Ragnar, todos desconocidos al principio y todos parte de nosotros al finalizar la lectura.

Eduardo nos ilustra magistralmente sobre su personal concepción del tiempo: “Dicen que los que van a morir tienen una visión rápida de lo que ha sido su vida. Un devenir furibundo que no admite contestación. Pero yo tengo otra teoría: todos estamos muriendo, y esta vida es la rápida visión de la que nos hablan. La visión de lo que hemos sido, de toda la inmundicia que hemos acumulado y de todo el mal que hemos infligido (y con el que nos hemos sentido en íntima satisfacción)”

Porque se diga lo que se diga, todos nos hemos sentido en alguna ocasión –o muchas– satisfechos con el mal causado. Es humano. Y Eduardo nos lo recuerda, sin intermediarios.

LAGO TOPO hace referencia a una calle de los inicios urbanísticos del barrio de Moratalaz, en Madrid, que opera como ámbito geográfico de la narración, con excursiones, con idas y venidas a la Avda. de la Albufera, al Arroyo del Abroñigal, a las cuevas del Tío Pío o al andén de la estación de Atocha; en esa España de clase media-media que habita y pulula por los suburbios de Vallecas y el Barrio de la Estrella, con su carga de promesas y su anticipada descarga de frustraciones.

Pero en este contexto cerrado y, en ocasiones asfixiante, sobre el sórdido ambiente de los billares, se eleva la visión anticipatoria de Eduardo, incluso con viajes iniciáticos a Ucrania y a la hoy tristemente atacada ciudad de Lemberg o Léopolis.

De la fragilidad de las relaciones de los seres humanos, no sólo con el tiempo y el espacio, sino entre ellos mismos, nos da buena cuenta Eduardo en este párrafo descarnado y descriptivo: “Aleksia y Lunasol lo habían sido todo: consejeras, refugio y erotismo. Con ellas la vida resultó más fácil. Me llegaron a decir que me querían, que contaban conmigo. Posteriormente las palabras entre nosotros se fueron acortando: no, sí, tal vez, mañana, ahora, nunca, puede, ya, poco, así”.

Pues bien ¿no nos resulta esto a todos bastante familiar?

Si tuviera que describir en una sola frase LAGO TOPO me atrevería a decir que es el relato irónico y resignado de una partida trucada en la que la banca siempre gana. La banca son ellos, los poderosos, la Junta Vecinal, los enfermeros, la Sociedad Cívica, la Junta de Aprovechamiento, la Oficina Central, el Delegado Funcionario, el Consejo de los Asesores; en fin, los que está ahí fuera y siempre por encima de nosotros, que somos los pánfilos, los pardillos de la partida, condenados a perder eternamente, a obedecer; o mejor dicho, a perder obedeciendo.

¿Y el protagonista? Pues formalmente es el narrador, el esposo de Robus y el padre de Teles, Eleu y Sinfor, y también Pelsever, “el mayor entre los pequeños”. Pero en realidad, los protagonistas de ese devenir vital asfixiante, de esa lucha constante por superar la mediocridad material y la miseria moral, lo somos todos. El lector se convierte en el autor compasivo de su propia peripecia, de la que cada uno conoce sólo para sí.

Eduardo no hace concesión alguna a la sensiblería; la primera frase de la novela es toda una declaración de intenciones: “Con mucho gusto rezaría a los dioses, pero no sabría qué pedirles. Un trozo de cuerda para ahorcarme o unos zapatos cómodos para llegar a una fuente remota”.

Pues eso: truco o trato.

Si la grandeza de una obra literaria estriba en su capacidad para recoger en unas pocas páginas la infinita variedad del universo, se puede afirmar con toda claridad que LAGO TOPO constituye una obra maestra, que se convierte en clásica el mismo día de su publicación. Mi más sincera enhorabuena a Eduardo y la recomendación a todos ustedes de su pronta e incluso urgente lectura.

Majadahonda, 26 de mayo de 2022.

 

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